Simón me ruega con la mirada, mi vista se dirige al reloj de la pared que
marcan las once con cuarenta y tres.
Aun no son ni las doce y ya hay niñatos pidiendo dulces, no han
pasado por aquí, pero ya he escuchado la inhóspita voz de la señora Mercedes
espantando a los niños, evitando que suban a mi piso para pedir dulces que no tengo. Y aunque quisiera, no
podría ir a dárselos.